Resulta claro en el libro de los Hechos Act_5:30-31, que el arrepentimiento acompaña al
perdón. Leemos en el versículo 31, que Jesús fue ensalzado para dar «arrepentimiento y perdón
de pecados.» Estas dos bendiciones se desprenden de las manos sagradas una vez clavadas al
madero, de las manos de Aquel que ahora está en la gloria. Arrepentimiento y perdón están
entrelazados por el propósito eterno de Dios. Lo que Dios ha juntado, no lo separe el hombre.
El arrepentimiento debe ser compañero del perdón, y verás que así es, pensando un poco
sobre el caso. No es posible que se conceda el perdón a un pecador no arrepentido. Tal cosa le
aprobaría sus malos caminos y le haría pensar poco en la culpa del pecado. Si el Señor dijera:
«Tu amas el pecado, vives en él y vas de mal en peor, pero no importa, yo te perdono,» esto
equivaldría a la proclamación de una infame libertad de pecar. Equivaldría a poner en duda los
fundamentos de todo orden social, resultando de ello el desorden moral. No podría yo explicar
los escándalos innumerables que resultarían ineludiblemente, si se pudieran separar el
arrepentimiento y el perdón quitándose el pecado mientras que el pecador lo amara como
siempre.
Es del todo natural que si creemos en La Santidad de Dios, es positivo que si
continuamos en el pecado no queriendo arrepentirnos del mismo, no podemos esperar que Dios
nos perdone, pero si, recogeremos las consecuencias de nuestra terquedad. Según la bondad
infinita de Dios se nos promete que, si abandonamos nuestro pecado confesándolo, aceptando
por fe la gracia que esta en Cristo Jesús, Dios «es fiel y justo para que nos perdone nuestros
pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1Jn_1:9). Pero mientras tanto que Dios viva, no puede
haber promesa de misericordia para los que continúan en sus malos caminos negándose a
reconocer sus transgresiones. Ciertamente no hay rebelde que pueda esperar que su Rey le
perdone mientras que prosiga en rebeldía manifiesta. Nadie puede ser tan loco que se imagine
que el Juez de toda la tierra borre nuestros pecados, si rehusamos arrepentirnos y confesarlos
nosotros mismos.
Además, esto es así a causa de la Perfección de la Misericordia Divina. Una misericordia
que perdona el pecado, dejando al pecador viviendo en el pecado, sería insuficiente y superficial,
en verdad. Sería una misericordia deforme. ¿Cuál de los dos privilegios piensas que es el mayor:
borrar la culpa del pecado o librar del poder del pecado? No trataré de pesar en una balanza dos
misericordias sin igual. Ninguna de ellas nos alcanzaría sino mediante la sangre preciosa de
Cristo. Pero me parece que la salvación del poder del pecado, al ser santificado, al ser hecho
semejante a Dios, debe considerarse la mayor de las dos, si alguna comparación tuviéramos que
hacer. Favor incalculable es el perdón.
En el Salmo Psa_103:3; hacemos esta, la nota primera: «Él es quien perdona todas tus
iniquidades.» Pero si pudiéramos alcanzar el perdón, y luego tener permiso de amar el pecado,
practicar la iniquidad y revolcarnos en el fango de los vicios, ¿para que nos serviría tal perdón?
¿No resultaría un dulce venenoso que del modo más eficaz nos arruinaría? El ser lavado y, sin
embargo, quedar en el fango; el ser declarado limpio y, no obstante, llevar la lepra blanca en la
frente, sería la burla más pesada que se hiciera de la misericordia, ¿Para que serviría sacar el cadáver del sepulcro, sin poder devolverle la vida? ¿Para que llevarlo a la luz, sino puede ya
mirarla?
Nosotros damos gracias a Dios, porque Aquel que perdona nuestras iniquidades, también
sana nuestras dolencias. El que nos limpia de las manchas del pecado, nos salva de los caminos
sucios del presente y nos guarda de caer en el porvenir. Es preciso que recibamos agradecidos
tanto la palabra del arrepentimiento como la de la remisión del pecado. Son dos cosas
inseparables. La heredad del pacto es una e indivisible y no se divide en partes. Dividir la obra de
la gracia, sería partir una criatura por la mitad, y quien tal permitiera, demostraría que no tiene
interés alguno en el asunto.
Pregunto a los que buscan al Señor, ¿Estarías contento con que Dios te perdonara tus
pecados, dejándote luego vivir como un malvado y mundano como antes? Ciertamente que no; el
espíritu vivificado tiene más miedo del pecado mismo que de los castigos que resultan del
mismo. El grito de tu corazón no es: ¿Quién me librará del castigo? Sino «¡Miserable hombre de
mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?» (Rom_7:24). ¿Quién me hará capaz de
vencer la tentación y ser santo como Dios es santo? Ya que la unidad del arrepentimiento y el
perdón concuerdan con el deseo realizado por la gracia, y ya que es necesaria esa unidad para la
perfección de la salvación, como a causa de la santidad, descansa seguro de que permanecerá esa
unidad.
El arrepentimiento y la remisión del pecado son inseparables en la experiencia de todos
los creyentes. Jamás hubo persona que de verdad se arrepintiera de sus pecados, confesándolos a
Dios en el nombre de Jesús, que Dios no perdonara; por otra parte, jamás hubo persona que Dios
perdonara sin arrepentimiento del pecado. No vacilo en afirmar que bajo las bóvedas del cielo
jamás hubo, ni hay, ni habrá caso de pecado limpiado, a no ser que al mismo tiempo hubiera
arrepentimiento y fe en Cristo Jesús. El odio al pecado y el sentimiento de perdón entran juntos
en el alma y permanecen juntos mientras vivamos.
Estas dos cosas actúan mutuamente. El hombre arrepentido es perdonado, y el perdonado
se arrepiente más profundamente después de perdonado. Así es que podemos decir que el
arrepentimiento conduce al perdón y el perdón al arrepentimiento.
«La ley y los terrores,» dice el poeta, sólo endurecen al hombre, mientras actúan a solas;
pero un sentimiento de perdón, adquirido mediante la sangre ablanda el corazón de piedra.»
Convencidos del perdón, aborrecemos la iniquidad. Y supongo que cuando la fe se haya
aumentado hasta la seguridad plena, de modo que estemos muy seguros sin sombra de duda que
la sangre de Jesús nos ha emblanquecido más que la nieve, entonces el arrepentimiento ha
llegado a la perfección.
La capacidad de arrepentirse crece a la medida de que la fe crece. No haya equivocación en este
caso, el arrepentimiento no es cosa de días o semanas, como la penitencia impuesta, que se desea
terminar cuanto antes. No, se trata de una gracia para la vida entera como la fe misma. Los hijos
de Dios se arrepienten, así los jóvenes y los ancianos.
El arrepentimiento y la fe son compañeros inseparables. Mientras tanto que andamos por
fe estamos en condición de arrepentirnos. No es verdadero el arrepentimiento que no venga de la
fe en Jesús, y nos es verdadera la fe en Jesús que no capacita para el arrepentimiento. La fe y el
arrepentimiento, como los gemelos siameses, viven unidos. A medida que creemos en el amor
perdonador de Jesús, podemos arrepentirnos. Y a medida que nos arrepentimos del pecado y
odiamos el mal, nos regocijamos en la plenitud del perdón que Jesús ha sido ensalzado para
conceder al necesitado. No podrás jamás apreciar el perdón, si no te sientes arrepentido; y
tampoco eres capaz de arrepentimiento más profundo antes de haber sido perdonado.
Sorprendente puede parecer, pero es cierto, que la amargura del arrepentimiento y la dulzura del
perdón, se mezclan en el olor suave de toda vida de gracia, resultando en dicha sin par.
Estos dos regalos del pacto, constituyen la seguridad mutua la una de la otra. Si se que me
arrepiento, se también que Dios me ha perdonado. ¿Cómo sabré que me ha perdonado sino
conociendo también que me ha librado de mis malos caminos? El ser creyente, es ser
arrepentido. La fe y el arrepentimiento son dos rayos de la misma rueda, dos mangos del mismo
arado. Se ha dicho bien que el arrepentimiento es el corazón quebrantado a causa del pecado y
separado del pecado. De igual forma bien se puede decir que es un cambio y complemento. Es
un cambio de mente de la clase más radical y profunda, acompañado de dolor a causa del pecado
cometido en el pasado, y del compromiso de transformación para el futuro. Dejar el mal que
antes yo amaba; amar el bien que antes odiaba, demuestra así la sinceridad del dolor.
Siendo esto un hecho positivo, podemos estar seguros del perdón, porque el Señor nunca
lleva el corazón al quebranto a causa del pecado, separándolo del mismo, sin perdonarlo. Por otra
parte, si disfrutamos el perdón mediante la sangre de Jesús, siendo justificados por la fe y
teniendo paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo, sabemos que nuestro arrepentimiento y
nuestra fe son de la clase legítima.
No considera tu arrepentimiento cual mérito que le proporciona el perdón, ni esperes
capacidad natural para arrepentirte hasta que veas la gracia de nuestro Señor Jesús y su prontitud
de borrar tus pecados. Guarda estas cosas cada una en su lugar y contémplalas en la relación que
tienen la una con la otra. Son como el Jaquín y Boaz (1Ki_7:21), en la experiencia de la
salvación; quiero decir que se pueden comparar a las altas columnas del templo de Salomón,
colocadas al frente de la casa del Señor, formando una entrada majestuosa al lugar santo. Nadie
viene del modo debido a Dios, a no ser que pase entre las columnas del arrepentimiento y de la
remisión. El arco iris del pacto de gracia ha sido desplegado en toda su hermosura sobre tu
corazón, cuando sobre las lágrimas del arrepentimiento haya brillado la luz del pleno perdón. El
arrepentimiento del pecado y la fe en el perdón de parte de Dios son el tema y argumento de la
verdadera conversión. Por estas señales conocerás «un verdadero israelita.»
Volvamos al texto que estamos meditando; tanto el arrepentimiento como el perdón
brotan de la misma fuente, siendo dones del mismo Salvador. El Señor Jesús desde su gloria
concede las dos cosas a las mismas personas. No debes buscar la fuente del arrepentimiento, ni
del perdón, en otro punto. Ambas cosas están listas y el Señor está preparado para concederlas
gratuitamente ahora mismo a toda persona que de su mano las quiera recibir. No debe olvidarse
nunca que Jesús da todo lo necesario para la salvación. De la mayor importancia es que todos
cuantos buscan la salvación comprendan esto. La fe es tanto un regalo de Dios como el objeto en que la fe se funda. El arrepentimiento es tan manifiesto obra de la gracia como la expiación por
la cual se borra el pecado. La salvación es obra de la gracia sola desde el principio hasta el fin.
No me comprendas mal aquí. Por supuesto, no es el Espíritu Santo el que se arrepiente.
Nada ha hecho de lo que se deba arrepentir. Y si pudiera arrepentirse, de nada nos valdría; es
preciso que nos arrepintamos cada uno de nosotros de nuestro propio pecado, y si no, no
quedaremos salvos del poder del pecado. NO es el Señor Jesucristo quien se arrepiente. ¿De que
se arrepentiría? Nosotros somos los que nos debemos arrepentir con el pleno conocimiento de
toda facultad de nuestra mente. La voluntad, las afecciones, las emociones, todo coopera
cordialmente en el acto bendito del arrepentimiento del pecado; y no obstante detrás de todo lo
que sea acto personal nuestro, está una influencia santa actuando en secreto, ablandando nuestro
corazón, causando arrepentimiento y produciendo un cambio completo. El Espíritu de Dios nos
ilumina para que veamos lo que es el pecado haciéndolo repugnante a la vista. Además, el
Espíritu de Dios nos vuelve a la santidad, haciéndonos apreciarla de corazón, amarla, desearla, y
así nos comunica un impulso, por el cual somos llevados adelante paso a paso por el camino de
la santidad. El Espíritu de Dios actúa en nosotros tanto el querer como el hacer según el
beneplácito de Dios. Sometámonos a este buen Espíritu ahora mismo para que nos guíe a Jesús,
quien abundantemente nos dará la doble bendición del arrepentimiento y del perdón, según las